“Cerca ya de la entrada del pueblo, se encontraron con que llevaban a enterrar al hijo único de una viuda. La acompañaba mucha gente del pueblo. El Señor, al verla se compadeció de ella y le dijo: No llores más” (Lc 7, 12-13)
A Jesús lo conmueve, hasta las entrañas, palpar el desamparo de ésta mujer. Hoy esta mujer, está presente en miles de rostros que escapan de la guerra. Hombres, mujeres y niños que huyen del horror, cargando lo poco y nada que pueden llevar, pero que cargan con el miedo y la incertidumbre de lo que pasará en el camino, con el recuerdo de la violencia y de las muertes, con las circunstancias de la huida, con el dolor reflejado en sus miradas y el silencio en sus corazones.
Hoy es Europa quien está siendo interpelada a recibirlos, y para nosotros un país al sur del mundo, puede parecer que es una realidad lejana y ajena, que sólo nos llega por televisión o redes sociales, pero sabemos que no es así. Y quienes somos cristianas y cristianos estamos llamados a tener los mismos sentimientos de Jesús ante la viuda, dejarnos afectar por su desamparo y actuar en su favor, para que, como dice Francisco: “No caigamos en la indiferencia que humilla, en la habitualidad que anestesia el ánimo e impide descubrir la novedad, en el cinismo que destruye. Abramos nuestros ojos para mirar las miserias del mundo, las heridas de tantos hermanos y hermanas privados de la dignidad, y sintámonos provocados a escuchar su grito de auxilio” (Misericordiae Vultus, 15).
Mirar la realidad desde la perspectiva de los refugiados, significa mirarla y sentirla desde aquellos y aquellas que lo arriesgan todo, hasta sus vidas, para poder vivir en paz y sentirse seguros. Significa ubicarnos desde el lugar de quienes sufren la deshumanización, criminalización, violaciones, abusos, y discriminaciones buscando un lugar donde crecer y vivir.
Y en este sentido, como sociedad y comunidades de fe somos ambivalentes, por un lado nos brota el paternalismo y queremos ayudar y por otro lado el olvido que invisibiliza y nos convencemos que nada podemos hacer. Y no podemos negar que también existen impedimentos de orden idiomático, de costumbres, religiosos, y de cultura, que son un desafío para la convivencia entre todos y todas. Pero al comenzar a dialogar sobre cómo acoger ésta realidad, podremos lograr “que su grito se vuelva el nuestro y juntos podamos romper la barrera de la indiferencia que suele reinar campante para esconder la hipocresía y el egoísmo” (Misericordiae Vultus, 15).
Para nosotras y nosotros cristianos, abrir nuestras fronteras a la realidad de los refugiados y migrantes, significa renovar nuestra confianza en un Dios peregrino, un Dios que sale al encuentro de la humanidad (Heb1, 1s). Un Dios que se nos revela a través de diversas culturas y expresiones religiosas, invitándonos a abrir espacios de acogida y valoración de la experiencia del otro y otra que son diferentes. Que rompe los esquemas cerrados revelándonos, que habla otro idioma, que tiene otro color de piel, otras costumbres, que viene de lejos y que celebra la fe de otros modos.
Como Columbanos, vivimos el llamado a cruzar fronteras, a salir al encuentro del diferente, comprometidos con la convivencia intercultural, para vivir nuevamente la experiencia de pentecostés “cada uno les oía hablar en su propia lengua…” (Hch 2, 6). Por eso, esta realidad de los miles de refugiados y migrantes que salen a diario en búsqueda de vida, no sólo de vida digna, sino muchas veces, sólo buscan vivir, nos interpela a nosotros mismos y a nuestras comunidades a ser espacios de acogida e inclusión. Nos desafía a cambiar nuestras mentes, corazones y políticas sociales para reconocer en el otro y en la otra, a un hermano, que clama ser visto en su desamparo y espera nuestro actuar que alivie su angustia, que le ofrezca un lugar donde poder comenzar a soñar y creer en tiempos mejores.
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