Dentro de mi Corazón

“¡No voy a comprar plátanos verdes de nuevo!” fue el saludo del P. Bernard mientras me aproximaba a su cama de hospital. Me había llamado por teléfono más temprano ese día, pidiéndome que fuera a visitarlo. Después de intercambiar algunas bromas, me informó que el doctor le había dicho que tenía sólo unos pocos días más en esta tierra, por lo que ahora quería mi ayuda para poner fin a su vida.

Estaba conmocionado y entristecido. El P. Bernard no había sido sólo un colega, sino también un querido amigo. Apenas unos pocos días antes, había sido ingresado al hospital con una dolencia aparentemente menor. Sin embargo, a medida que se analizaron los resultados de varias pruebas médicas, se supo que tenía una condición crítica latente. Mientras lo escuchaba describir el diagnóstico de una manera práctica, me sentí entumecido por la incredulidad.

Una vez que el P. Bernard había completado su informe médico, comenzó a describir las diferentes maneras concretas en que necesitaba mi ayuda. Deseaba confesarse, recibir la Santa Comunión y ser ungido en preparación para su viaje final. Me pidió contactar a los miembros inmediatos de su familia e informarles sobre la gravedad de su condición. Si era posible, le gustaría que viniera a una visita de despedida. Estas y otras pocas peticiones se referían a asuntos que muchas personas desearían atender a medida que se acercan al final de sus vidas.

Habiéndole asegurado al P. Bernard que atendería rápidamente a sus diversas peticiones, nos sentamos juntos en silencio por unos momentos. Entonces habló de nuevo: “Hay otro asunto. Encontrarás un paquete de cartas de amor en el segundo cajón del armario de mi habitación, por favor destrózalas”. Simplemente respondí, “¡Por supuesto!” y continuamos sentados juntos en silencio, aunque luché por ocultar mi sorpresa y curiosidad.

El P. Bernard debe haber leído mi expresión porque unos pocos momentos más tarde empezó hablar de su vida antes de entrar al seminario. Ellen y yo crecimos juntos en la misma ciudad y nos enamoramos cuando éramos adolescentes, pero ella se fue al este al colegio, mientras que yo me mudé al oeste. En aquellos días, sólo podíamos encontrarnos cuando íbamos a casa durante las vacaciones, que era sólo unas pocas veces en el año, como Navidad y el verano. No había computadoras ni teléfonos celulares, así que tuvimos que depender del correo postal para mantener viva la llama del amor. Nos escribíamos una o dos veces al mes, y cada vez que recibía una carta de Ellen, me sentía como si estuviera caminando en el aire durante una semana después”.

Sin embargo, durante su último año en la universidad, Bernard encontró una lucha dentro de sí mismo entre su amor por Ellen y un misterioso deseo de hacer algo extraordinario con su vida. Siempre había valorado su fe, pero ahora para su propia sorpresa descubrió un anhelo de dedicar su vida a Dios. Entonces, durante los meses que siguieron, comenzó a preguntarse si Dios le estaba llamando a convertirse en un sacerdote misionero. Para cuando llegó su graduación, había tomado una decisión: iría a casa y le explicaría a Ellen su decisión de terminar su relación y solicitaría ingresar al seminario de los Columbanos. Para su sorpresa, y decepción, ¡esa conversación con Ellen pareció causarle menos dolor que a él!

Después de completar la formación del seminario, el P. Bernard pasó los siguientes cuarenta años en misión en el extranjero.  Si bien no tenía contacto directo con Ellen, si escuchó actualizaciones ocasionales de ella de familiares y vecinos: parecía estar felizmente casada con Paul, se había convertido en madre, y luego en abuela.

Luego, unos años después de que el P. Bernard se retirara de las misiones, recibió una llamada telefónica inesperada de Paul quien le dijo que Ellen había muerto unos años antes y le preguntó si podía ir a visitarlo.

Después de pasar un tiempo recordando juntos sobre Ellen mientras tomaban un café, Paul le dijo: “Había pensado en chantajearte…” y entonces con una sonrisa descarada, le entregó al P. Bernard una bolsa de plástico. Con una mezcla de curiosidad y temor, el P. Bernard la abrió para descubrir varios paquetes cuidadosamente atados de sus cartas de amor a Ellen de cincuenta años antes. Los sobres estaban amarillentos, y la tinta se había desvanecido, pero la letra era inconfundiblemente suya. Durante los siguientes momentos se sintió abrumado con una mezcla de emociones a medida que los recuerdos de Ellen le volvían a inundar. Paul se sentó en silencio.

Después, Paul le explicó al P. Bernard que, después de la muerte de Ellen, había encontrado las cartas de amor en sus pertenencias personales y que él “no había tenido el corazón de tirar algo que era tan precioso para ella”. Se alegró de descubrir, por lo tanto, que las podía regresar a su autor, el P. Bernard.

El P. Bernard pronto se dio cuenta que él tampoco tenía el corazón de destruir esas cartas de amor, así que las guardó en el armario de su habitación. Sin embargo, algunos años más tarde, mientras me sentaba en su lecho de muerte, le prometí con un tinte de tristeza que las destruiría.

Sin embargo, el P. Bernard, que acababa de compartir conmigo su historia de amor todavía estaba de humor jovial. Por lo tanto, me atreví a preguntarle, “¿Y qué paso con las cartas de amor de Ellen que te hacían caminar en el aire como estudiante universitario? ¿Dónde las guardaste?” Sin detenerse, y con una sonrisa de oreja a oreja, simplemente respondió, “¡Dentro de mi corazón!

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