Mirar la realidad desde la perspectiva de los migrantes, significa mirarla y sentirla desde aquellos y aquellas que lo arriesgan todo, hasta sus vidas, para realizar el sueño de la "tierra prometida". Significa ubicarnos desde el lugar de quienes sufren la deshumanización, criminalización, violaciones, abusos, y discriminaciones buscando mejores condiciones de vida.
La migración afecta hoy de forma transversal y vertical todo nuestro planeta. Se habla de 150 millones de migrantes internacionales, de 45 millones de refugiados y desplazados, y de un sin número de migrantes internos.
La migración surge como una apuesta hacia el futuro, pero a la vez es un drama de opresión en su sentido más amplio, por ejemplo cada año por lo menos 300,000 mexicanos cruzan de forma indocumentada la frontera. EEUU recibe de forma legal 850,000 nuevos migrantes, y alrededor de 400,000 en forma indocumentada. Son miles de seres humanos que se ponen en camino buscando mejores condiciones de vida y oportunidades para sus hijos e hijas, y para ellas y ellos mismos.
Toda migración implica dos realidades que van siempre de la mano, por un lado es una ruptura de raíces, muchas veces ruptura dramática, y por otra es una búsqueda de bienestar, una apuesta por días mejores, por una vida digna.
Como ruptura de raíces: es una ruptura de relaciones y de identidad. Es un reto abierto a una sociedad que no provee de lo necesario a sus ciudadanos. La migración es un drama a distintos niveles, tanto económico, social, político, religioso y cultural. El migrante sale con el deseo de regresar nuevamente a su tierra, pero a la vez sabe que esto será muy difícil y en la mayoría de los casos imposible.
Como búsqueda – apuesta por días mejores: implica que hay una confianza por lo menos subconsciente, de que el futuro será menos amargo y que unas puertas se abrirán en su vida. El migrante, en contra de la actitud generalizada de la sociedad occidental, piensa y planea en categorías de futuro. El migrante se lo juega todo en un mañana que ve a su alcance. Para él o ella sólo existe el futuro, porque el presente no tiene nada para ofrecerle.
La complejidad de la migración consiste en que el migrante tiene la experiencia de que en su patria no encuentra el pan de cada día y en la nueva tierra a la cual llega, no es acogido, ni querido.
Esta realidad es una interpelación constante a quienes somos misioneros y misioneras, por un lado ¿qué puede aportarnos la situación de tantos hombres y mujeres migrantes?, es decir ¿cómo transforma la experiencia de migración a la misión? Y por otro lado ¿cómo acogemos al migrante en nuestras comunidades?
En cuanto a qué nos aporta la realidad de los migrantes, creo que renueva nuestra confianza en un Dios peregrino, un Dios que sale al encuentro de la humanidad (Heb1,1s). Un Dios que se nos revela a través de diversas culturas y expresiones religiosas, invitándonos a abrir espacios de acogida y valoración de la experiencia del otro y otra que son diferentes. Privilegiando la escucha, aprendiendo constantemente que la misión es un quitarnos las sandalias porque “la tierra”, es decir personas y culturas que pisamos son sagradas. Son lugares que nos revelan la misericordia de Dios.
La migración en este sentido rompe los esquemas cerrados, revelándonos un Dios que habla otro idioma, que tiene otro color de piel, otras costumbres, que viene de lejos y que celebra la fe de otros modos, donde el cuerpo, la danza, el silencio contemplativo, el lenguaje de la naturaleza, desde el viento hasta el mar y la montaña son espacios de oración.
Y queremos acoger al migrante, primero reconociendo que su identidad es diferente y por lo tanto tiene una riqueza para aportarnos. Para eso, hay que querer conocer sus costumbres, sus miedos y búsquedas.
Acogerlos con el corazón abierto a sus inquietudes, no sólo cubriendo sus necesidades básicas, asistenciales, que son importantes, pero no lo único, sino que posibilitando que se vayan integrando desde sus diferencias en su nueva realidad.
Es importante darnos cuenta que los migrantes no son “objeto” de evangelización, sino que son sujetos de evangelización, es decir las comunidades cristianas estamos llamadas a aprender a convivir entre diferentes, a ser comunidades interculturales, donde nos evangelizamos mutuamente y juntos salimos a compartir con otros y otras la experiencia de Pentecostés “cada uno les oía hablar en su propia lengua…” (Hch 2, 6). Aprender a hablar desde la cultura y vivencia del otro, de manera que la comunidad sea signo del Reino de Dios.
Por último, tenemos que ser conscientes que hay migrantes que no comparten nuestro credo, que a veces lo rechazan tajantemente. Esta realidad no puede impedirnos ser para ellos y ellas como el Buen Samaritano, viviendo la misión como caridad de acogida, es decir buscando los modos de compartir un pan, un plato de comida y/o ayudar a buscar trabajo. Porque somos seguidores de un Dios que ha escuchado el clamor de su pueblo y ha entrado en la historia para liberarlo, este es el Dios de Jesús y el nuestro.
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