Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy desearía detenerme en la cuestión del medio ambiente, como ya he tenido oportunidad de hacer en varias ocasiones.
Cuando hablamos de medio ambiente, de la creación, mi pensamiento se dirige a las primeras páginas de la Biblia, al libro del Génesis, donde se afirma que Dios puso al hombre y a la mujer en la tierra para que la cultivaran y la custodiaran (cf. 2, 15). Y me surgen las preguntas: ¿qué quiere decir cultivar y custodiar la tierra? ¿Estamos verdaderamente cultivando y custodiando la creación? ¿O bien la estamos explotando y descuidando? El verbo «cultivar» me recuerda el cuidado que tiene el agricultor de su tierra para que dé fruto y éste se comparta: ¡cuánta atención, pasión y dedicación! Cultivar y custodiar la creación es una indicación de Dios dada no sólo al inicio de la historia, sino a cada uno de nosotros; es parte de su proyecto; quiere decir hacer crecer el mundo con responsabilidad, transformarlo para que sea un jardín, un lugar habitable para todos. Benedicto XVI recordó varias veces que esta tarea que nos ha encomendado Dios Creador requiere percibir el ritmo y la lógica de la creación. Nosotros en cambio nos guiamos a menudo por la soberbia de dominar, de poseer, de manipular, de explotar; no la «custodiamos», no la respetamos, no la consideramos como un don gratuito que hay que cuidar. Estamos perdiendo la actitud del estupor, de la contemplación, de la escucha de la creación; y así ya no logramos leer en ella lo que Benedicto XVI llama «el ritmo de la historia de amor de Dios con el hombre». ¿Por qué sucede esto? Porque pensamos y vivimos de manera horizontal, nos hemos alejado de Dios, ya no leemos sus signos.
Pero «cultivar y custodiar» no comprende sólo la relación entre nosotros y el medio ambiente, entre el hombre y la creación; se refiere también a las relaciones humanas. Los Papas han hablado de ecología humana, estrechamente ligada a la ecología medioambiental. Nosotros estamos viviendo un momento de crisis; lo vemos en el medio ambiente, pero sobre todo lo vemos en el hombre. La persona humana está en peligro: esto es cierto, la persona humana hoy está en peligro; ¡he aquí la urgencia de la ecología humana! Y el peligro es grave porque la causa del problema no es superficial, sino profunda: no es sólo una cuestión de economía, sino de ética y de antropología. La Iglesia lo ha subrayado varias veces; y muchos dicen: sí, es justo, es verdad... Pero el sistema sigue como antes, pues lo que domina son las dinámicas de una economía y de unas finanzas carentes de ética. Lo que manda hoy no es el hombre: es el dinero, el dinero; la moneda manda. Y la tarea de custodiar la tierra, Dios Nuestro Padre la ha dado no al dinero, sino a nosotros: a los hombres y a las mujeres, ¡nosotros tenemos este deber! En cambio hombres y mujeres son sacrificados a los ídolos del beneficio y del consumo: es la «cultura del descarte». Si se estropea un computer es una tragedia, pero la pobreza, las necesidades, los dramas de tantas personas acaban por entrar en la normalidad. Si una noche de invierno, aquí cerca, en la vía Ottaviana por ejemplo, muere una persona, eso no es noticia. Si en tantas partes del mundo hay niños que no tienen qué comer, eso no es noticia, parece normal. ¡No puede ser así! Con todo, estas cosas entran en la normalidad: que algunas personas sin techo mueren de frío en la calle no es noticia. Al contrario, una bajada de diez puntos en las bolsas de algunas ciudades constituye una tragedia. Alguien que muere no es una noticia, ¡pero si bajan diez puntos las bolsas es una tragedia! Así las personas son descartadas, como si fueran residuos.
Esta «cultura del descarte» tiende a convertirse en mentalidad común, que contagia a todos. La vida humana, la persona, ya no es percibida como valor primario que hay que respetar y tutelar, especialmente si es pobre o discapacitada, si no sirve todavía —como el nascituro— o si ya no sirve —como el anciano—. Esta cultura del descarte nos ha hecho insensibles también al derroche y al desperdicio de alimentos, cosa aún más deplorable cuando en cualquier lugar del mundo, lamentablemente, muchas personas y familias sufren hambre y malnutrición. En otro tiempo nuestros abuelos cuidaban mucho que no se tirara nada de comida sobrante. El consumismo nos ha inducido a acostumbrarnos a lo superfluo y al desperdicio cotidiano de alimento, al cual a veces ya no somos capaces de dar el justo valor, que va más allá de los meros parámetros económicos. ¡Pero recordemos bien que el alimento que se desecha es como si se robara de la mesa del pobre, de quien tiene hambre! Invito a todos a reflexionar sobre el problema de la pérdida y del desperdicio del alimento a fin de identificar vías y modos que, afrontando seriamente tal problemática, sean vehículo de solidaridad y de compartición con los más necesitados.
Hace pocos días, en la fiesta de Corpus Christi, leímos el relato del milagro de los panes: Jesús da de comer a la multitud con cinco panes y dos peces. Y la conclusión del pasaje es importante: «Comieron todos y se saciaron, y recogieron lo que les había sobrado: doce cestos» (Lc 9, 17). Jesús pide a los discípulos que nada se pierda: ¡nada de descartar! Y está este hecho de los doce cestos: ¿por qué doce? ¿Qué significa? Doce es el número de las tribus de Israel; representa simbólicamente a todo el pueblo. Y esto nos dice que cuando el alimento se comparte de modo equitativo, con solidaridad, nadie carece de lo necesario, cada comunidad puede ir al encuentro de las necesidades de los más pobres. Ecología humana y ecología medioambiental caminan juntas.
Así que desearía que todos asumiéramos el grave compromiso de respetar y custodiar la creación, de estar atentos a cada persona, de contrarrestar la cultura del desperdicio y del descarte, para promover una cultura de la solidaridad y del encuentro. Gracias.
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Tomado de la Audiencia del Papa Francisco el Miércoles 5 de Junio, 2013
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