Inagaki Yoshiko San solía sentarse en la puerta de su apartamento de un dormitorio en las tardes de verano y ver el mundo pasar. Desde que vivía sola y se había vuelto muy lenta debido a su avanzada edad, este encuentro diario con el mundo le daba gran placer. Sin embargo, el hecho de que su apartamento estaba situado a distancia de la calle y en la parte trasera del recinto de la iglesia significaba que había muy poco para observar o que pudiera atraer su atención. De hecho, con frecuencia el punto culminante de esas tardes fue la visita de una gata callejera. Inagaki San solía sentir compasión por esta pobre criatura, y le hablaba suavemente y le daba los restos de la comida.
"La razón por la que siento compasión por esta figura solitaria es que me veo en ella", Inagaki San me explicó cuando me quedé charlando con ella una tarde. Luego, después de una larga pausa, continuó: "Después de la segunda guerra mundial, cuando todavía era muy joven, entré en el convento. Yo esperaba pasar el resto de mi vida allí, pero unos años más tarde, sin recibir ninguna explicación, me pidieron que me fuera. Me sentí demasiado avergonzada para regresar a mi familia, y a la vez no tenía a dónde ir. No tenía cómo sobrevivir y no sabía que sería de mi futuro. Visité una iglesia católica, donde tuve la suerte de conocer a un sacerdote columbano, el Padre Arthur Friel. Después de contarle mi lamentable historia, él me ofreció el trabajo de cocinera en la iglesia. Acepté de inmediato y he estado con los Padres de San Columbano desde entonces. Me mudé de iglesia en iglesia con ellos porque se habían convertido en mi familia".
Inagaki San trabajó como ama de llaves para los sacerdotes columbanos en Japón por muchas décadas. Como ella había conocido el dolor de sentirse abandonada en el camino de su propia vida, entendió que los misioneros a menudo se sienten tan solos e inseguros como los gatos callejeros. No teniendo el apoyo de su propia familia, se dedicó a cuidar a los misioneros que estaban lejos de sus familias, y se esforzó por hacer una casa para ellos.
Hacia el final de su vida, mientras que Inagaki San estaba sentada en su puerta una tarde, la gata callejera vino, y orgullosamente le llevó su camada de tres gatitos. Era como si ella quisiese compartir su alegría recién descubierta con Inagaki San, como una muestra de agradecimiento por sus muchos actos de compasión que recibió de ella. Inagaki San se sintió feliz: la gata ya no era una figura solitaria, sino más bien la orgullosa madre de una familia.
Hace un año, sólo unos meses antes de su centésimo cumpleaños, Inagaki San llamó a la puerta del cielo. Me imagino que ella ahora se sienta en la puerta allí, observando este mundo pasar, y todavía con ganas de tener piedad de cualquier "gato callejero" que llama su atención.
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