Estaba de pie junto a la cama de un asceta hindú muriendo de cáncer en un monasterio en el norte de la India. Compartió conmigo el llamado que escuchó de Dios para dejar atrás su título universitario, una joven cuyos padres le habían escogida para ser su novia, y aún el monasterio que se había unido. El sintió el llamado de buscar a Dios en la meditación en una pequeña cabaña en el alto Himalaya donde nace el río Ganges. Durante 20 años vivió en Gangotri, él y media docena de ermitaños dispersos por todo el valle lleno de nieve quedaron completamente aislados del resto del mundo por seis meses al año. “Si tuvieras 21 años de nuevo, ¿escogerías de nuevo esa vida?”, pregunté. “Sí, lo haría”, respondió, “Estoy maduro en esta vida ahora. Estoy saturado en espiritualidad. No habría otra manera de vivir”.
Recordando esto, evoco cuando era un estudiante de 17 años tratando de decidir que hacer con mi vida. Deseaba hacer algo que, cuando fuera viejo y me preparara para morir, pudiera sentir que mi vida había valido la pena, de servicio a Dios y a las personas. Las fotografías de bebés africanos en una caja de recolección me conmovieron. Se necesitaba mandar dinero para enviar a los misioneros para bautizar niños para que pudieran llegar al cielo. La teología era anterior al Vaticano II, pero mi preocupación era genuina. Más tarde oí hablar de millones de católicos en América Latina que, debido a la escasez de sacerdotes, sólo podían recibir los sacramentos una vez al año. Así que pensé en unirme a los misioneros Columbanos.
Pero el celibato levantó una bandera roja. Me golpeó un día en un juego de fútbol cuando noté a una joven acurrucada en los brazos de su novio frente a mí. ¿Estaría sólo de por vida? ¿Podría vivir sin esposa y familia, sin un hogar propio? ¿Se vería mi vida privada de una cálida intimidad con la gente, debido al papel, el uniforme, y el exilio de la patria?
Me obsesioné con la decisión durante algunas semanas. Entonces, una noche, al anochecer, habiendo desesperado por pensar en las ideas contradictorias, me senté en la parte trasera de mi iglesia parroquial. La luz roja frente al Santísimo Sacramento parecía alcanzarme en la oscuridad de la iglesia. Descubrí que una paz inesperada me envolvía. Sí, lo intentaría.
Años después conocí al P. Philip Manthara, un sacerdote jesuita hindú, que estaba totalmente comprometido con la justicia para los pobres Dalit (parias) en el norte de la India. Estaba fuera la mayoría de las noches ayudándoles a analizar sus problemas y a superar las injusticias que soportaban. Le pregunté si extrañaba no estar casado y teniendo una familia. “No pude pedirle a ninguna mujer que soportara mi forma de vida”, dijo. Me sorprendió oírme decir, “Siento lo mismo”.
Por supuesto, si somos generosos con Dios, Dios es más generoso con nosotros. “Entonces Pedro habló, ´miren´, dijo, ´lo hemos dejado todo y te hemos seguido. ¿Qué tendremos? Jesús les dijo: ´y todo el que haya dejado casas, hermanos o hermanas, o padre o madre, o hijos o campos por mi causa, recibirá cien veces más y le daré la vida eterna”. He experimentado la verdad de la promesa de Jesús en muchas relaciones satisfactorias con las personas en Fiji. Me han enriquecido enormemente.
La vida es una jornada en busca de Dios y de nuestro verdadero yo. Los misioneros dejan su hogar para compartir el amor de Dios en Jesucristo. Al encontrarme con el otro, llego a conocerme a mí mismo, y vislumbro al Otro. El amor es experimentado tanto en el dar como en el recibir. El amor humano apunta al mayor amor de Dios del que tenemos el privilegio de ser testigos.
En el mundo pluralista de hoy, la mayoría de nosotros tenemos la oportunidad de caminar con otros que tienen diferentes rayos de la verdad divina. Además, ayudando a los misioneros de alguna manera nos hace parte del alcance misionero de Dios y de la Iglesia. Compartimos sus gracias.
Administré los Sacramentos de la Penitencia, Eucaristía, y la Unción de los Enfermos aun anciano fiyiano. Se sentó en su cama y luego anunció, “Padre, he cumplido mi deber con la comunidad, el gobierno, y la Iglesia”. Estaba mirando hacia atrás en una vida en la que había sido fiel y responsable a su responsabilidades.
Espero poder decir al final, “He hecho lo que he podido. No hay otra manera que pudiera vivir”.
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