Como emigrantes por Cristo, los misioneros Columbanos viven lejos de sus familias. Mientras la mayoría vivimos en tierras extranjeras, aún los que vivimos en nuestro país de origen empleamos nuestras vidas trabajando con migrantes o con gentes de diferente lengua y cultura.
Naturalmente, extrañamos la presencia y el apoyo de nuestros padres, hermanos y hermanas. Estar ausentes de las celebraciones familiares como bodas, nos puede dejar un sentimiento de soledad. También extrañamos él gozo de ver a nuestros sobrinos y sobrinas crecer. Aún más, después de vivir en otros países por muchas décadas, algunas veces nos sentimos como extranjeros en medio de nuestros propios parientes cuando vamos a casa de vacaciones.
Sin embargo, no solamente los misioneros encuentran dificultad para mantener los lazos con sus familias en casa: muchos emigrantes tienen los mismos retos. Aunque es verdad que los medios de comunicación modernos nos pueden ayudar a cerrar distancias, de tiempo en tiempo sentimos el dolor de la separación.
Por otra parte, los Misioneros Columbanos desarrollan amistades con personas de otros lugares. Dependemos de ellos para que pacientemente nos enseñen su idioma. Ellos toleran nuestros errores mientras aprendemos sobre su cultura y forma de vida. Luego, después de muchos años de vivir junto a ellos, compartimos nuestros sueños y desilusiones, así como nuestras lágrimas y risas. En efecto, las personas de nuestros lugares de misión se convierten en nuestra nueva familia y algunas veces nos sentimos más cercanos a ellos que a nuestra propia familia en casa.
Jesús también tuvo un descubrimiento similar durante su ministerio público. De villa en villa, pasaba menos tiempo con su familia de Nazaret y más con sus compañeros que le acompañaban de lugar en lugar. Mientras caminaban juntos a lo largo de los caminos, lo mismo charlaban y reían juntos de sobremesa, Jesús y sus compañeros llegaron a conocerse y a cuidarse unos a otros. Compartieron sus preocupaciones y temores, sus esperanzas y sus sueños.
Entonces un día, la madre de Jesús y sus hermanos vinieron de Nazaret para encontrarle. Sin embargo, en vez de saludarles, miró a sus fieles compañeros que le rodeaban y dijo, “Ellos son mi madre y mis hermanos” (Mateo 12, 49). Él había creado una nueva familia.
Como Cristianos, a donde quiera que vamos por el mundo, somos miembros de esa nueva familia creada por Jesús. Dentro de esa familia, la Iglesia, no hay extranjeros ni emigrantes; en su lugar somos llamados a ser hermanos, hermanas, y madres de unos a otros.
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